Relats per a pensar i entendre més: El analfabeto y la bola de billar!


El analfabeto y la bola de billar

Le marea mirar tantos colores, puntos, líneas cruzándose.
- ¡Venga, hombre! ¿Cómo no vas a saber eso?
Ni siquiera comprende la pregunta que le ha hecho el capitán. De pie frente al mapa y de espaldas a la clase, se siente muy desgraciado, sólo tiene ganas de llorar. No sabe por qué no llora. Nota detrás de él el pequeño rumor que produce la presencia de sus compañeros. Se apoya con la mano derecha en el borde de uno de los bancos donde están sentados los soldados. El quisiera saberlo, quisiera contestar a la pregunta del capitán, incluso le parece haber oído algo alguna vez, no sabe dónde, que tenía relación con esto.
- ¡Pero levanta la cabeza, hombre! ¡Saca ese pecho!
La voz del capitán es enérgica, con una falsa amabilidad. Sebastián tiene miedo de oírla, sólo de oírla.
Otra vez delante de sus ojos aquellos signos raros, las líneas, los colores. Sebastián deja la mirada en una masa verde claro, la pasea por ella deteniéndose en puntos negros, en líneas, en signos que no entiende. Ni una idea, ni una explicación de lo que ve nacer en su cerebro. Sólo ve la superficie pintada de un cartón. Se rasca la cabeza y traga saliva. Se le está haciendo insoportable la situación, acabará llorando como el día anterior en medio de las risas de sus compañeros. No comprende nada, sólo tiene la seguridad de que está haciendo algo mal, de que está mereciéndose un castigo, el desprecio del capitán, la risa de los otros soldados, la compasión final que le hará feliz y desgraciado a la vez.
- ¡Pero vamos a ver, Sebastián! ¿Dónde has pasado los ventiún años que tienes?
Sebastián le mira, desorbitados los ojos quizá de miedo. Recuerda su infancia, los gritos de su abuela cuando hacía algo mal. Un rostro oscuro, con pómulos como colinas de tierra endurecida, aradas. Tiene delante, otra vez, aquella nariz grande, llena de poros abiertos y negros, y aquella mano hecha sólo de huesos que avanza -otra vez- hasta chocar contra su cara: "¡No vuelvas a casa hasta que encuentres la cabra...!". Sebastián llora.
- En mi pueblo.
- Y, ¿qué hacías? ¿Qué hacías en tu pueblo? ¡Pero no llores, hombre!
Detrás de Sebastián nace la risa.
- ¡Silencio! - grita el capitán.
- Nada - dice él.
El capitán se levanta y desciende de la tarima. Las miradas de todos los soldados le acompañan hasta donde está Sebastián. Por la ventana se ve el mar, la alta silueta de una grúa del puerto. Un barco pasa. Con la mano en el hombro del soldado, el capitán le mira primero a los ojos, se agacha para observarle desde otro punto y, por fin, le examina luego de perfil, desde un lado, desde el otro. Lo hace todo con una mímica exagerada, manejando al recluta como si fuera un objeto que hubiera despertado su curiosidad. Toda la clase ríe. Sebastián llora.
- Miradle, como una damisela. Otra vez llorando - dice el capitán levantándole la barbilla con la mano. Sebastián tiene una mirada grande y azul, una bondad sin límites bajo la única ceja. La risa de los soldados va decreciendo.
- ¿Ventiún años sin hacer nada? ¡Vaya suerte!
La risa aumenta de nuevo. Sebastián continúa llorando. Sorbe ruidosamente por la nariz y hace un esfuerzo por evitar que su llanto suene demasiado.
Los campos verdes, las colinas redondas, el ruido del rebaño paciendo: los ojos claros de Sebastián ven ahora el paisaje de su pueblo, se ve a sí mismo sentado en una piedra, con el cayado entre las manos y el zurrón a los pies. Hubo muchos días enteros de este silencio sólo roto por las esquilas y los dientecillos, con su ruido pequeño y hueco, días de nubes lentas y lejanas que arrastraban sus sombras por los campos de trigo, sobre los árboles y las colinas. Sus ojos llegaban al horizonte, y allí se quedaban, quietos, agrandándose según se iba haciendo más escasa la luz. Ahora, el soldado Sebastián está mirando un mapa y llora. 
- ¡Silencio! - grita el capitán.
Los soldados cortan la risa.
- Tú no sabes leer, claro.
- No.
- ¿Y comer?
Explota la risa de nuevo.
- ¡Silencio! ¡Venga, a callarse! Mira, Sebastián, el Ejército te va a hacer un hombre. Vas a aprender a leer. En tu pueblo no había escuela, claro.
Sebastián le mira fijamente sin dejar de llorar. Tampoco comprende. No sabe bien lo que es saber leer. Pero está convencido de que a él le ocurre algo terrible, algo muy malo, quizá una enfermedad de la que debería curarse. Ignora qué es, se va sintiendo cada vez más desgraciado, más solo, en aquella aula pequeña con dos ventanas por las que se ve el mar, entre sus compañeros, que siempre, desde que llegaron al cuartel, se han reído de cómo hace la instrucción, de su forma de hablar, de cualquier acto suyo. Sebastián ve la mirada del capitán cerca de su cara.
- No - dice Sebastián conteniendo el llanto.
- Bueno, bueno. Vamos a ver, Sebastián - el capitán estira su cuerpo pequeño-. Fíjate en lo que te pregunto: ¿qué hacías en tu pueblo? ¿Trabajabas en el campo, cuidabas el ganado, trabajabas en un taller o... qué coño hacías, si puede saberse?
Otra vez la risa de los soldados, la risa exacta que el capitán ordena con ciertas palabras, con ciertos chistes vulgares, hasta que él mismo la corta con la palabra que ya casi es una orden militar: "¡Silencio!" Queda sólo, entonces el sollozo de Sebastián, el ruido de la grúa, que ahora está funcionando, un cacareo de gallinas en el patio del cuartel, el motor de un coche que pasa o la voz del capitán volviendo a preguntar en un crescendo que llega a grito al decir su nombre:
- ¡Dímelo ya, Sebastiáaaaan!
- Trabajaba el campo con padre y antes, pues, al pastoreo.
El capitán enciende un cigarrillo y vuelve a su sitio detrás de la mesa. Algunos sodados, cansados de la clase teórica, le miran tratando de descubrir en él un gesto que les autorice a fumar también. El capitán echa una bocanada redondeando los labios. El humo asciende despacio, forma figuras extrañas hasta diluirse con una corriente de aire que se lo lleva hacia la ventana. El sol entra ahora por ella e ilumina las cabezas con la misma cantidad de pelo, los monos caqui, los bancos todos iguales.
- Vamos a ver, Sebastián - dice el capitán -. Vamos a ver si ahora me lo dices de una pijotera vez. No vayas a echarte a llorar, ¡eh! Tranquilízate, que ya tienes ventiún años. Vamos a ver, ¿dónde has nacido tú?
- En Barrosa.
No llora ya.
- Eso, ¿por dónde cae? Por Badajoz o por ahí, ¿no?
El capitán le mira pendiente de sus palabras, estirando de ellas con su expresión y su actitud.
- ¡La tierra de los alcornoques! - dice un soldado.
Las carcajadas estallan libremente. El capitán ordena silencio dos veces, y al fin su orden, aunque a regañadientes, es cumplida. Esta vez está enfadado de verdad, alguno puede perder el poco pelo que tiene. O pasarse unos días en el calabozo, sin colchoneta, con pulgas, con el olor denso del retrete atrancado.
- ¿Quién ha sido? - su voz es dura.
Nadie contesta. Sebastián mira a sus compañeros en silencio, asustado, tras su mesa.
- Sargento - dice. El sargento, que se ha mantenido hasta ahora de pie junto a la mesa, avanza hacia él-. A las dos primeras filas...
- ¡He sido yo, mi capitán! - dice un soldado pequeño levantándose.
- Que le corten el pelo ahora mismo, sargento - ordena.
Mientras el sargento envía al mismo soldado a buscar al barbero, el capitán continúa la teórica.
- ¡Sebastián, Sebastián, Sebastián de mi vida, dime cómo se llama tu patria de una vez!
Sebastián ha cerrado varias veces los ojos, asustándose progresivamente con los gritos crecientes del capitán.
- No sé.
- ¡Pero, hombre!- se incorpora un poco y se deja caer sobre la mesa con los brazos extendidos, en còmica actitud de desesperación-. ¡Llevamos ya media hora para que nos digas cómo se llama tu patriaaa, Sebastiáaaaaan!
"Mi patria. Mi patria. Mi patria..." Una vez - Sebastián era niño y tenía ya las manos callosas y la mirada asustadiza, desacostumbrada a los hombres, de haber sido pastor durante años, durmiendo en el campo con frecuencia, pasándose días y semanas sin hablar con nadie-, una vez, desde la piedra en que estaba vigilando el rebaño vio pasar a muchos hombres, vestidos de caqui y con fusil al hombro, moviéndose los pies todos al mismo tiempo. Cantaban una canción todos a la vez y al cantarla repetían la palabra "patria". Lo ha recordado mientras le grtaba el capitán, a vuelto a su cerebro aquella música que luego tarareó mucho tiempo mientras cuidaba el ganado.
Aparece en la puerta el barbero con su víctima.
- ¿Da su permiso, mi capitán?
- Pasa, anda, y déjale a ese la cabeza como una bola de billar.
El soldado pequeño se sienta en un banco, de espaldas a sus compañeros. Ve a Sebastián delante del mapa de Europa. El barbero, soldado también, le rodea el cuello con un trapo blanco, sucio por el borde superior.
- No me afeitarás, ¿eh?- murmura sin volver la cabeza.
- Lo que diga el capitán - le susurra el barbero. Ya sabes.
- ¡Tu patria se llama España, España, España! - grita el capitán -. Señálamela en ese mapa, ¡venga!
Sebastián no llora. Está demasiado asustado. "Me cortarán el pelo también", piensa. Mira el mapa.
- Señala con el dedo - oye la voz del capitán.
Sebastián pone el dedo sobre Sicilia. Los soldados se ríen al ver el gesto del capitán.
- ¡Frío, frío! - oye.
Aumentan las risas hasta dominar el ruido de las tijeras. El soldado pequeño, la cabeza agachada, trata de ver la escena. Sebastián no mueve el dedo. Le tiembla.
- ¡A la izquierda! - oye detrás.
Nuevas risas, cada vez más fuertes. Pero él no ve más que colores, signos, líneas, puntos. Sebastián va a llorar otra vez. Mueve un poco el dedo y lo coloca sobre Córcega.
- ¡Templado, templado! - oye-. A ver si encuentras tu pueblo en esta isla. ¡Silencio!
Más risas.
Ahora, la orden de silencio significa lo contrario. Los soldados saben que el capitán desea que se rían. El también se ríe: cierra los ojos pequeños, levanta los hombros y, con los labios apretados, deja escapar la voz y la risa entrecortadamente, para no reventar.
Sebastián llora. Hace un esfuerzo y se vuelve. Ha tomado una decisión. El soldado pequeño va notando la cabeza con menos pelo. Suena impacable la tijera. Sebastián quiere hablar, vuelto hacia el capitán, pero los sollozos le ahogan. No recuerda haber sido nunca tan desgraciado.
- No sé - dice por fin.
Su decisión es llorar, dejarse llorar. Llora vaciándose, ruidosamente, con lamentos casi infantiles. Los demás soldados, el capitán y el sargento ríen inconteniblemente hasta que el capitán, con lágrimas en los ojos, ordena silencio. Todos obedecen. Vuelve a oírse el ruido de las tijeras.
- ¡Pero, hombre, Sebastián -todavía una carcajada involuntaria le hace detenerse-. ¡Con lo bonito que es saber dónde está la patria de uno! Tranquilízate, anda.
Está de pie, frente a todos, llorando todavía. El soldado pequeño, haciendo un esfuerzo, ve la cabeza de Sebastián, con la frente estrecha y la ceja única, recortada contra el mapa de Europa, cubriendo toda España. Nota él, sobre la suya, el frío de la maquinilla que le va dejando la cabeza como una bola de billar.
Jesús López Pacheco, poeta i novelista nascut a Madrid el 1930.
Aquest conte el va escriure el 1980. 



"Tenemos el consuelo de que en los realmente geniales casi siempre las heridas cicatrizan y de ellos salen personas que, a pesar de la escuela, crean sus obras y, más tarde, ya fallecidos y envueltos en la grata aureola de la lejanía, son propuestos a otras generaciones, por sus maestros de escuela, como figuras espléndidas y nobles ejemplos. Y así se repite de escuela a escuela el espectáculo de la lucha entre la ley y el espíritu, y vemos una y otra vez al Estado y a la escuela esforzarse en herir de raíz, año tras año, a los pocos espíritus profundos y selectos que van emergiendo. Y siempre son principalmente los odiados por los maestros autoritarios, los a menudo castigados, escapados, expulsados, quienes vienen a enriquecer luego el tesoro de nuestro pueblo. Pero más de uno -¿quén sabe cuantos?- se consume en sorda porfía y se pierde."
Hermann Hesse, Lecturas para minutos.

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